Carlos Fuentes y La muerte de Artemio Cruz

By BAS editor Francisco Compán

Carlos Fuentes fue otro de esos destacados representantes del boom latinoamericano de los años 50 y 60 que hubiera sido justo recibidor del Nobel de literatura. En palabras del propio Fuentes: “Cuando se lo dieron a García Márquez (1982), me lo dieron a mí, a mi generación, a la novela latinoamericana que nosotros representamos en un momento dado. De manera que yo me doy por premiado.”

Hijo de diplomático mexicano y nacido en Panamá, los regulares cambios de residencia de su familia le llevaron a vivir en varios países de América y Europa, y le expusieron a una vida cosmopolita condicionada e influenciada por la política desde una edad temprana. Sin duda, esta experiencia le hizo convertirse en un notable comentarista y crítico del panorama político y social latinoamericano como vemos reflejado en su obra.

Su descontento con la política mexicana le duró hasta los últimos momentos de su vida en los que calificó a los candidatos presidenciales López Obrador y Peña Nieto de “mediocres”, asegurando que no tenía intención de votar por ninguno de ellos.

La obra literaria de Fuentes es quizá un reflejo de la complejidad de Latinoamérica con un estilo narrativo elaborado. En sus novelas el tiempo no es lineal, sino que retrocede o avanza, según lo requiera el hilo narrativo. De la misma manera, Fuentes también tiende a jugar con los ambientes narrativos y cambia el ángulo y la perspectiva de la narración con frecuencia. La muerte de Artemio Cruz (1962) es sin duda un ejemplo representativo de este estilo narrativo característico de la literatura latinoamericana de la época, que combina con una punzante crítica de la política mexicana.

En La muerte de Artemio Cruz, Fuentes nos presenta una visión de la historia de México del siglo XX contada desde la perspectiva de Artemio, político y empresario que, desde su lecho de muerte, va recordando de manera fragmentada y difusa su vida desde la Revolución mexicana hasta el año 1955. En este proceso, Fuentes muestra al lector cómo Artemio Cruz fue perdiendo paulatinamente sus ideales de justicia para convertirse en un explotador corrupto, machista y sin escrúpulos, lo que representa las contradicciones de un país marcado históricamente por la corrupción y las desigualdades sociales.

El personaje de Cruz no es solo intrínsecamente machista, sino que reconoce el machismo como un valor fundamental en su vida. En primer lugar, cabe destacar que trata como objetos a todas las mujeres de su entorno; ni siquiera Regina, de quien Cruz está enamorado, escapa a esta concepción, y en ningún momento deja de contemplarla como una posesión más.

El machismo con Catalina es aún más evidente: Artemio se casa con ella con el simple objetivo de acceder a la fortuna de la familia Bernal, y cuando no puede establecer una relación pacífica con su esposa, la abandona en su casa de Las Lomas. Así, manipula a una segunda mujer, en este caso Catalina, sin ningún remordimiento, y se desembaraza de ella una vez cumplido el objetivo de lucrarse a su costa. 

La novela presenta a un hombre poderoso que se enfrenta a su propia muerte. De todo lo que se narra, lo único que se puede calificar como verdadero es la inminencia de la muerte; todo lo demás está compuesto por los recuerdos fragmentados del narrador. La muerte de Artemio es un evento inevitable que cierra su destino, y no hay nada que se pueda hacer contra ella. Artemio la acepta sin dolor ni tristeza, pero tampoco la convierte en una situación para reflexionar sobre su vida y su obra, ni siquiera para arrepentirse del mal que ha hecho a sus seres más cercanos, como a su esposa, Catalina, o su hija, Teresa. Así, la muerte aparece como una instancia inútil, estéril y sin sentido, pero, al mismo tiempo, irrevocable.

La muerte se asocia al nacimiento y a la identidad del mexicano. Como ha señalado Octavio Paz en su ensayo El laberinto de la soledad, “el mexicano es hijo de la nada, empieza en sí mismo y rechaza toda identidad por fuera de sí mismo.” Esto es retomado por Fuentes y se evidencia cuando Artemio piensa en la muerte como una fuerza que vincula su origen a su destino: “… tu serás ese niño que sale a la tierra, encuentra la tierra, sale de su origen, encuentra su destino, hoy que la muerte iguala el origen y el destino y entre los dos, clava, a pesar de todo, el filo de la libertad”.

La muerte, entonces, es concebida como un regreso a la nada, al limbo previo a la existencia y pone en evidencia la ruptura de Artemio con la búsqueda de un sentido superior a su vida. Eso explica por qué en el lecho de muerte, él no trata de justificar sus acciones ni de encontrar sentido a su vida: en verdad, la muerte viene a salvarlo del peso de sus elecciones y a liberarlo de la presión de tener que seguir luchando por reafirmar su existencia individual.

La lucha de Artemio Cruz por recordar toda su vida convierte esta obra en una novela sobre el recuerdo y la memoria. En estos momentos finales de su vida en los que la muerte le acecha, la confesión reemplaza al sentido de culpabilidad o el arrepentimiento, aunque su conciencia se esfuerza por recordar eventos específicos que sean capaces de desvelar aquellos momentos que marcaron su personalidad y su historia: “La memoria es el deseo satisfecho: sobrevive con la memoria, antes que sea demasiado tarde, antes que el caos te impida recordar”. La propia narración del relato de Artemio pone de manifiesto la imposibilidad de reconstruir una vida basándose en sucesos fragmentados, sobre todo cuando Cruz dedicó toda su vida a medrar y avanzar en sus proyectos, sin mirar al pasado ni considerar las consecuencias de sus actos.

La falta de valores morales de Artemio Cruz es extrapolable a demasiados entornos latinoamericanos, donde muchos otros “Artemios”, contribuyeron a la usurpación de los recursos y la vasta riqueza del continente, y que, según sugiere Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, fueron y siguen yendo a parar a multinacionales cuyo único objetivo, como el de Artemio, es medrar y no mirar atrás.